Debía ser rápido. Armarme de valor. Luego, una vez la cámara en la mano, ya sería fácil. Tendría, qué menos, precio seguro. Pero la cámara, la maldita cámara, reposaba por mi culpa, silenciosa, en una silla a mi lado y hasta parecía avergonzada de tener por compañero a un gallina que no hacía otra cosa que, lleno de furor, gritarse “hazle la foto”, “hazle la foto”.
No tuve el coraje. Tampoco lo intenté. Tampoco pedí nada.
Extraido del texto “El arma de un crimen”
Moriremos Mirando, Alberto García-Alix.
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